A Paco Martínez Soria le gusta la ciudad 30

Desde el 11 de mayo, España se convierte en el primer país del mundo en implantar la velocidad 30 en vías urbanas a nivel estatal, algo que hasta ahora sólo se había legislado en distintos países a nivel local, y que nos acerca al ideal de las “ciudades 30”, dentro de un objetivo más amplio de devolver las calzadas a peatones y ciclistas, y de conseguir reducir a cero las víctimas de tráfico.

Lo que muchos no saben es que en España ya hubo ciudades 30 y las perdimos. El “Reglamento para servicio de coches automóviles por las carreteras del Estado” de 1900, que firmaba la regenta Maria Cristina (la que llaman “Señora” en la ley) limitaba su circulación a 28 km/h ¡fuera de poblado! En ciudad, 12 km/h era la máxima velocidad autorizada. Si un peatón irrumpía sorpresivamente en la calzada, el coche debía detenerse. La calle era del primero que llegase, sin más indicaciones de prioridad.

En Estados Unidos, la historia tomó pronto otro camino: La industria del automóvil que allí se inició era consciente de que la limitación de velocidad limitaba enormemente las posibilidades del coche y presionaba para cambiar eso en un contexto cada vez más desfavorable, ante el aumento del tráfico y los atropellos. Ante la ofensiva de varias ciudades americanas de obligar a instalar limitadores de velocidad (“Governors”), el lobby del motor decidió contraatacar con una campaña a gran escala para tratar de imponer un beneficio particular (las ventas de coches) por encima del interés general (la seguridad vial).

¿Cómo lo consiguieron? Culpando al atropellado, y ridiculizando a cualquier ayuntamiento que quería implantar los “governors” para evitar que se aprobaran esas leyes.

El siguiente paso consistió en conseguir la exclusividad de las calzadas urbanas para poder correr sin estorbos. El concepto se llamó “Jay Walking”, (algo así como “Caminar distraído”) y la prensa pagada por la industria del motor se encargó pronto de asociar el antiguo derecho a usar la calle por parte del primero que llegase con el inmigrante rural paleto e inadaptado frente a la modernidad de la gran ciudad. El que conducía un coche y atropellaba no tenía la culpa de ir rápido en ningún caso, su velocidad era inevitable.

Tras la segunda guerra mundial, la expansión del automóvil en otros países fue acompañado de la misma estrategia para hacerle sitio: los que podían ser atropellados lo eran por su culpa, nunca por un exceso de velocidad del que llevaba la máquina que causaba el daño. Y eso incluía tanto peatones como ciclistas, como bien se ve en este vídeo de Ámsterdam de 1948:

La versión española llegó unos años más tarde, siempre con la figura del inmigrante de pueblo como el causante de los atropellos de tráfico. Y aquí llegamos al arquetipo que en nuestro imaginario colectivo mejor ejemplifica esa figura: Paco Martínez Soria en 1966, recién salido de Calacierva (Teruel) llegando a la gran ciudad y tratando de cruzar la Glorieta de Atocha igual que en su pueblo, que es lo que considera natural:

“La ciudad no es para mí” fue la más taquillera de la década. Muchos de los que la vieron eran también inmigrantes inadaptados al tráfico de la gran ciudad que trataban de disimular su inadaptación para no ser tratados de paletos. En esa historia Don Paco ganaba a los listillos urbanitas, era el representante de la venganza que muchos querían haber infligido a ese ecosistema hostil que era la gran ciudad. En el fondo, todos añorábamos poder cruzar las calles como en el pueblo.

Pero las campañas funcionaron, y acabamos aceptando normas que primero expulsaban de la calzada a quienes caminaban, limitándoles a cruzar por puntos concretos de la calzada, luego a que esos puntos estuvieran prohibidos la mitad del tiempo por un semáforo, y que por último se prohibiera pisar por completo la calzada, obligando mediante vallas y otras barreras a usar siniestros pasos subterráneos mucho menos directos. El remate fue perder el estatus legal de personas que disfrutan de la ciudad paseando, jugando o simplemente estando y acabar convertidos en “peatones”, alguien que se limita a caminar subordinada al tráfico a motor.

Las calles residenciales de plataforma única fueron el primer paso oficial para tratar de recuperar el pueblo dentro de nuestras ciudades. Aprobadas en España en 1990, por primera vez una norma decía a las claras que pasear descuidadamente por mitad de la calzada era legal y tenía prioridad frente al coche. Aunque fuera en unas pocas callejuelas secundarias, el Jaywalking ya no era vergonzante y pasaba a ser algo respetable.

El siguiente paso de gigante sucede este 11 de mayo. Todas las plataformas únicas pasan a ser calles a 20, susceptibles de ser de prioridad residencial. Y todas las calles de 1 carril por sentido, se limitan a 30 km/h. En Madrid, con una norma similar implantada en 2018, eso ha supuesto el 80% de su viario. Si las calles residenciales representan el triunfo del ciudadano a pie, las calles 30 son el triunfo de quien se mueve en bicicleta. Acostumbrados a un mapa mental de carriles-bici en unas pocas calles (en las ciudades donde los hay), este cambio hace fácilmente ciclable casi toda la ciudad a poco que los usuarios de la bici conozcan unas técnicas básicas de circulación con tráfico.

Pero esto no es más que un primer paso para que el coche deje de ser la arrogante e insufrible reinona de nuestras calles y pase a ser un educado invitado sin prioridad que sabe mantenerse en segundo plano, como en tiempos de María Cristina. El siguiente paso, ya insinuado por la DGT es empezar a quitar los semáforos para reducir la velocidad en cada cruce y que los ciudadanos que caminamos o vamos en silla de ruedas (es decir, todos) tengamos siempre la prioridad en los pasos de cebra.

Si Paco Martínez Soria hubiera podido vivirlo, igual no se hubiera vuelto a Calacierva.

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